miércoles, 26 de agosto de 2015

La Espada de Damocles



Bajo nuestros pies cansados y errantes se extiende el páramo en el cual vagabundean aquellos que ya dejaron este mundo suicida.
Sobre nosotros, todos los sueños de libertad y demás castillos en el aire que nunca vieron la luz, barridos por las mareas del tiempo…en un vaivén incesante, nuestras utopías y anhelos por la llegada de un mundo mejor se sumergen en el olvido.

Vivimos en una ilusión, una nebulosa de aquello que fue y de lo que podría llegar a ser. Nunca llegamos a apreciar el momento presente en su totalidad. Y dado que somos seres limitados, con sentidos que pueden llevarnos a confusiones, nuestra percepción de aquello que nos rodea puede ser errónea o estar distorsionada.
Sin embargo, ¿hasta qué punto es falsa la imagen que alguien puede tener?
En el caso de ser capaces de ver fenómenos que la mayoría no puede percibir con sus sentidos, seremos tachados de enfermos mentales o, dejando a un lado los eufemismos, de locos. Cuando hablo de “ver”, no me estoy refiriendo al mero hecho de procesar las imágenes a través de nuestros ojos y cerebro.
Si no somos demasiado estrechos de miras, nos daremos cuenta de que hay otra forma de visión; otra manera de ver mediante la mente, ese órgano etéreo que puede ser tanto un aliado como un obstáculo.

Es esta visión la que nos permite tener una percepción más amplia y precisa de nuestros alrededores. Se trata de una vista semejante a la de un halcón o cualquier otro ave de presa. De este modo, se observan los movimientos del mundo con otra perspectiva; desde la posición de un testigo que presencia un delito que tiene lugar en la acera de enfrente.
Este testigo no siempre tomará parte en la acción, por razones que sólo a él le atañen; pero su percepción y visualización del crimen cometido tendrán consecuencias y repercusiones más adelante.






Las disputas reviven, y el cambio excava en los estratos del pasado para que podamos seguir señalando con un dedo acusador a alguien o algo, sea quien sea. Incluso llegamos a señalar a nuestra idea de “Dios”. Nos basta con culpar al vecino de nuestros males y achaques; basta con encontrarse a un “extraño” para que nos sintamos aliviados al verter nuestro odio contra él. Es la manera que tenemos de solucionar nuestros problemas.
Llevamos tiempo caminando sin rumbo sobre los cadáveres de las personas que fueron arrojadas por la borda de este navío cuyo nombre es “Humanidad”. Pero lo cierto es que, la triste historia de nuestra especie raras veces ha visto indicios de dicha “humanidad”. Y estos momentos de lucidez casi siempre han sido tan breves que se asemejan al rápido arder del fuego de una cerilla. Muchos de estos momentos pasaran desapercibidos en el caótico océano que surca nuestro “buque de guerra”.
Todos hemos oído hablar de los asesinatos, torturas, mutilaciones y demás actos de crueldad. Crecemos escuchando estas y otras historias que tienen lugar en nuestra sociedad desde tiempos antediluvianos.
Quizás es demasiado tarde para el perdón y la compasión. Puede que nunca lleguemos a convertirnos en seres mejores, en seres humanos. Tenemos la forma, sí, pero en el fondo no somos sino monstruos capaces de las más terribles atrocidades.
Es posible que el tiempo del Übermensch nunca llegue. El “superhombre” de Nietzsche no es necesariamente un ser humano mejor, sino un paso más allá en la escala evolutiva, algo diferente.
Pero el tiempo se nos acaba y los cielos no derramarán lágrimas con nuestra ausencia.

Nuestra sociedad está basada en la violencia y en el odio hacia aquello que difiere de lo previamente establecido por una oligarquía, unos pocos que nos inculcan cuál debe ser nuestra manera de actuar y pensar.
En los colegios, los niños aprenden a comportarse igual que lo harán más tarde, durante su vida adulta. Seguiremos siendo críos incluso cuando hayamos dejado atrás nuestra etapa escolar.
Más adelante, el tedio del día a día nos obligará a llevar de forma permanente una máscara, caras inexpresivas en un tren que no lleva a ninguna parte. Sonreiremos al ver alguna aberración en la pantalla de la televisión. Cenaremos productos químicos y escucharemos por la radio sólo aquello que debemos escuchar.
Así, con el paso de los años, nos convertimos en productos, en esclavos de un régimen que se extiende por todos los rincones de la Tierra. El Estado Mundial ya se está instalando en todos los territorios. Se cuela por debajo de las puertas de los hogares y observa al detalle cada uno de nuestros movimientos.
Son el jefe de la tribu y el chamán; el emperador y el sumo sacerdote.
Mientras mueven sus hilos, se nos mantiene entretenidos, satisfechos con lo que poseemos, cuando en realidad somos nosotros, el individuo singular, “el ciudadano de a pie”, los que estamos siendo consumidos por fuerzas que no alcanzamos a entender. Si tenemos dinero en los bolsillos y una tele de plasma con cientos de canales, no hemos de quejarnos. Lo único que nos hará patalear y lloriquear será que nos impidan ver el “reality show” de las diez y media.
Por la mañana, volveremos a ponernos el disfraz. Llevaremos a los niños al colegio para que puedan reírse a costa del más débil, y miraremos el reloj, esperando y contando las horas que quedan para que empiece nuestro programa favorito.

La verdad es que no hemos cambiado mucho; cambian las formas, los colores sobre el lienzo, pero en esencia, el retrato de la sociedad sigue siendo el mismo.
Somos la mosca que da vueltas en el Universo eternamente, la especie que se aniquila a si misma por puro placer.
Pronto llegarán las guerras, volveremos a sufrir; las matanzas y las violaciones estarán a la orden del día. La nuestra es una lucha incesante por el poder.

El poder, ese veneno que guardan para sí unos pocos, vertiéndolo poco a poco sobre el pan de los más pobres y desgraciados. Esa ponzoña que hace que nos enfrentemos unos a otros.
Ya casi no queda tiempo para un cambio a mejor. Solo los ingenuos seguimos teniendo alguna esperanza de que llegue a ocurrir en nuestro tiempo, en nuestra propia época.

Pero estas esperanzas se tornan en un amargo desengaño al oír las tristes historias de cada día. Estamos al borde del abismo y alguien nos tiene en su punto de mira. Ya no habrá vuelta atrás, ni podremos borrar nuestros actos. Pero es el camino que tomamos hace muchos años. Es la historia de Caín y Abel elevada al máximo exponente.

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